Normas para afrontar la desinformación: de libertad a regulaciones, entre paranoias, censuras y arrebatos

No haremos alusión en este texto sobre la información errónea, que falsea, pero no difundida con la intención de hacer daño. Nos referiremos a la desinformación, como aquella creada para deliberadamente dañar a una persona, grupo social, parcialidad política o ciudadanía en general.

La desinformación, como instrumento de propaganda política, guerra comercial o destrucción de reputaciones, no es novedad. Pero sí lo es la potencia que el fenómeno adquiere, en medio de la expansión de la intersubjetividad que supone un nuevo espacio, el digital.

Este ámbito se abre, brinda oportunidades, pero también asienta caminos para la reaparición de viejos vicios sobre rumores y actuaciones del hombre masa. Alguna de ella es el efecto vagón, con el cual algunos se suben al tren de las tendencias, no siempre orgánicas, con la aparición de granjas de trolls y bots. Una oleada no tan grande, nos referimos a unos 500 o 600 tuits que lleven una etiqueta, crea una percepción de que “se habla” de algo, pese a que en ocasiones tal fenómeno no sea más que una ficción artificio de pocos.

La virtualidad cada vez es más real, ni dudarlo ahora, en medio de las obligatorias acciones para reconectarnos en tiempos de pandemia de covid-19. Todos seguimos nadando en un océano profundo por entender, en un espacio por conquistar, donde algunos van con intenciones realmente éticas a prestar un servicio para informar, otros asisten ingenuamente a emitir, consumir y explotar un nuevo poder que les es dado como emisores a bajo costo.

Pero, lamentablemente, típico de la naturaleza humana y su eterna lucha entre el bien y el mal, otros se sirven de la barata y rápida viralización de multitudes virtuales (Acosta, 2020), para intentar manipular al otro con intenciones de distracción, desarticulación social y/o dominio ideológico. ¿Qué hacer? ¿Se podría atacar la situación de manera diferente al desmentido que persigue?

Los bulos, las fake news, los contenidos falseados generan problemas, angustias, dilemas entre la libertad de emisión, viralización, la posibilidad de error y una mano visible o invisible que intente aplacarla. No es menos importante el miedo a la arbitrariedad de quien aplique censuras por intereses ilegítimos, como se ha actuado desde órganos que hacen callar las voces a conveniencia partidista, tal como ocurre en naciones como Nicaragua, Cuba y Venezuela. En alerta estamos los defensores de los Derechos Humanos, de la libertad de comunicación, base angular de toda democracia.

Pero nos viene a la mente Norberto Bobbio, con la idea de que “nada más peligroso para la democracia, que el exceso de democracia”. Se aprecia con preocupación cómo la desinformación puede, en efecto, manipular sobre la base de emociones básicas, acrecentar popularidades de tendencias radicales y totalitarias y dar el poder a quien luego acallará la crítica independiente con severas restricciones.

Se ha visto cómo en los procesos democráticos, algunos que se valen de libertades para bombardear a la opinión pública con desinformación, arriban al gobierno y, acto seguido, echan al traste la libertad de expresión, esa que usaron como instrumento para engañar y hacerse con el poder.

Mientras algunos consideran que la alfabetización digital y la educación ciudadana debe imponerse, en alianza con esfuerzos periodísticos para hacer frente a la desinformación, más de un gobernante interesado en imponer su verdad llama a los periodistas elaboradores de fake news y reclama leyes, procedimientos, instancias para cercenar el derecho al periodismo crítico. Más de un gobierno intenta amordazar a ciudadanos, escudados en leyes contra el odio y el terrorismo.

Inevitable el surgimiento del dilema. ¿Todo esfuerzo por regular las redes se convierte en un intento de censura? ¿Cómo equilibrar la defensa de la libre circulación de las ideas, con la necesidad de limitar la desinformación, defendiendo el derecho del ciudadano a la información?

Los llamados laboratorios de desinformación actúan como ejércitos encubiertos por las tecnologías, moviendo mensajes, etiquetas y denunciándose mutuamente para dar muerte a los bots. También, en procura de no ser detectados, cambian puertos IP, emplean artilugios técnicos, recurren al WhatsApp, red en la cual es muy difícil descubrir la acción deliberada de desinformación, por tratarse de un lindero de mensajería privada.

Se recuerda la elección presidencial de Jair Bolsonaro, en Brasil, pero también las estadísticas de bulos que lleva el Observatorio Venezolano de Fake News: WhatsApp es la red más empleada para difundir contenidos falseados en Venezuela.

Las plataformas tecnológicas como Twitter y Facebook hacen esfuerzos para complacer a sus usuarios y evitarles engaños, con herramientas que identifican cuentas falsas y mensajes inadecuados. Depuran, eliminan bots, emplean etiquetas para alertar a ciudadanos sobre contenidos engañosos, descalifican mensajes de altos funcionarios como Donald Trump. Han levantado polémica sobre el derecho que les asiste en erigirse como protectoras de la opinión pública. ¿De quién deberían depender esas decisiones?

No intentaremos hallar respuestas definitivas a estos dilemas. Sí, animar a la reflexión y al debate, en procura de que tarde o temprano se hallen los correctos contrapesos entre límites y responsabilidades. Como se apreciará, no hay, en esto ni en muchas otras variantes, una verdad absoluta en el tema.

Algunas respuestas a estas dudas

Encontramos esfuerzos para hacer frente a la desinformación en Europa. Autores como Raúl Magallón Rosa (2019) presenta un inventario de esfuerzos. Destaca que en 2018 fueron aprobadas o entraron en vigor leyes en Alemania, Canadá, Irlanda, Francia y Egipto; en Australia, el gobierno creó un grupo de trabajo para identificar ciber ataques; en Malasia se penaliza la divulgación de cualquier información parcialmente falsa.

Indica el autor que la Unión Europea presentó en 2018 un plan para contrarrestar la desinformación, en procura de defender sus democracias de la desinformación, sobre la cual apuntaban como responsable a Rusia.

En ese contexto, indica Magallón, se le brindaron recursos al Grupo Especial sobre Comunicación Estratégica y a la Célula de Fusión contra las Amenazas Híbridas del Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE), y se le reforzaron las delegaciones de la UE en los países vecinos con efectivos especializados y nuevas herramientas de análisis.

Adicionalmente, el bloque del viejo continente creó el proyecto FactCheckEU, basado en la colaboración entre los firmantes para la aplicación de principios de la Red Internacional de Verificación de Información, esto, teniendo en la mira a las elecciones europeas de mayo de 2019.

En Irlanda, por impulso del partido conservador, se aprobó una regulación en torno a los bots. Se reconoció a estos artilugios como cualquier elemento de software que utiliza 25 o más cuentas o perfiles en línea para ejecutar tareas automatizadas. El uso de bots para influir en el debate político merece multas de hasta € 10.000 o cinco años de prisión. (Magallón, 2019. P. 333.)

El quién debería regular, según Pasquali

Antonio Pasquali (1929-2019) trazó argumentaciones en forma de protonormas morales para una nueva moral comunicacional. Puso el acento en la intersubjetividad, justificando que es esta la que llama a gritos a la moral, para que de nuevo atienda las necesidades del respeto de la relación con el otro, de la nueva capacidad de comunicarnos con el otro, de las nuevas reglas del juego en comunicaciones.

La intersubjetividad humana, las relaciones entre emisores y receptores, en la Internet, aún vive en la zona de nuevos procesos, nuevas interacciones. Para Pasquali, lo ocurrido con la posibilidad de que todos los sujetos con acceso pudieran emitir, democratizó en parte la relación en cuanto a emisión, aunque, en sus palabras, esto se haya debido más a la casualidad derivada del avance tecnológico, que por una verdadera intención democratizadora.

Este nuevo espacio digital, vive, según el comunicólogo, las características de un espacio virgen aún en expansión y, por tanto, en fase de descubrir rutinas, normas, principios de convivencia.

Entonces, para explicarlo mejor, el también fundador del ININCO hacía mano del mito, del mitologema del lejano oeste: “El lejano oeste es el mito de la expansión de una libertad, de una libertad territorial. Las caravanas viajan hacia tierras incógnitas donde decían que había mucha libertad, buenas tierras, buenas aguas, buen vivir. Y avanzaban, llegaban, se instalaban; y llegaban, repito, el cuatrero, el asesino, el bandido, etcétera, y también llegaba el sheriff. En este momento estamos en pleno far west de las comunicaciones. (…) La confusión más grande de caravanas que avanzan, cada quince días se descubre un territorio nuevo y cada quince días está listo el que quiera abusar de esa libertad nueva. El que inventa las fake; el que monta una oficina siendo el hotelero para que cinco muchachos manden correos falsos alabando su hotel y así sucesivamente. No soy enemigo de los sheriffs. (…) Los medios necesitan un sheriff también, es correcto. Sí, yo no puedo permitir que la pedofilia circule por las redes libremente, porque nuestros hijos de ocho años lo ven. Un sheriff debe haber. Lo que no aceptó es que el sheriff sea de un país, no, no lo acepto, por más ilustre y noble que sea ese país. Ese sheriff debe ser creado por la comunidad internacional. (Pasquali, entrevistado por Hernández, 2019. Págs. 91-92)

El quién global

El foco que el profesor Pasquali pone sobre la comunidad internacional parece atender a lo que hoy denominamos gobernanza, un término que se relaciona con la globalización y la nueva forma de gobernar en Internet, que parte de las relaciones entre varios actores involucrados en un proceso en el que deben tomar decisiones sobre asuntos de interés público que rebasa las fronteras de cada país.

Cabe la equiparación porque la gobernanza en internet está centrada en una especie de gobierno global en el que se conforma una comunidad de valores respecto a lo que Internet debería ser. Por eso se concibe como multisectorial, de modo que abarque a la sociedad civil, organizaciones no gubernamentales, comunidades de expertos, Estados, las empresas, la academia, etc.

La UNESCO posiciona a la gobernanza de Internet como el “conjunto de principios, normas, reglas, procesos de toma de decisión y actividades que, implementados y aplicados de forma coordinada por gobiernos, sector privado, sociedad civil y comunidad técnica, definen la evolución y el uso de la Red”.

Hasta ahora la gobernanza de Internet no ha trascendido lo aspiracional. En muchos aspectos, en la voz de Internet prevalece la fuerza hegemónica del sector privado, las empresas y dueñas de las infraestructuras que cuentan con los recursos que se supone deben someterse a las funciones de la gobernanza.

Por lo que concierne a nuestro tema de reflexión, el canal en que operan los bulos son básicamente plataformas digitales sobre las que, en principio, prima el concepto de propiedad privada, independientemente de que en ellas se den la mayoría de las discusiones públicas y, por tanto, se plantee el derecho al ejercicio de la libertad de expresión en un espacio con regulaciones particulares.

Sin embargo, las medidas de control de la desinformación en Internet no logran ser capitalizadas en una respuesta universal, básicamente porque las realidades geopolíticas de cada país tienen un peso específico, lo vemos en la experiencia de la Unión Europea y la heterogénea normatividad que han producido los países miembros, desde leyes de diferentes calibres hasta la conformación de equipos de expertos, pero no hay una respuesta uniforme. Ahora valoremos esa realidad en Latinoamérica, que carece de un espacio orgánico de convergencia que facilite la aproximación al estudio del fenómeno de la desinformación en línea y las aristas de un problema que no se limita a la difusión.

Legislar es una opción, pero

La  mayoría de los Estados que han legislado para atajar la difusión de desinformación se enfocan en los contenidos, crean categorías jurídicas que no incluyen la consideración del contexto del mensaje e incluso del emisor.

Por ejemplo, la mayoría apela a la defensa de la verdad, que es un término que debería tener un mejor tratamiento legal, un plano de precisión que evite remover o prohibir mensajes por el solo hecho de que resulten incómodos o incorrectos para el poder. Ocurre lo mismo con el tratamiento del discurso de odio, que tampoco propicia la discusión pública de un asunto que debe buscar horizontes más amplios que la sanción de ley.

Adicional a lo expresado, la legislación promovida pone en manos de las plataformas digitales la responsabilidad de vigilancia de los mensajes y de removerlos si se consideran que promueven la mendacidad. De hecho, se cuenta con legislaciones que les imponen altas multas por no actuar ante la infracción, el peligro de esa práctica es que incita a la censura corporativa, esto es, se deja en manos privadas la remoción de mensajes y eliminación de cuentas sin previo análisis e intervención del órgano judicial que garantice la tutela de la expresión.

Ahora bien, nuestra propuesta reflexiva no pierde de vista las experiencias ya puestas en escena que conducen a sospechar que la solución a la desinformación no está sólo en la ley, porque conducen inequívocamente a la regulación de contenidos, vecina de la censura, y porque la desinformación es una realidad apoyada en procesos que escalan sus grados de amenaza, evolucionando a un ritmo que sobrepasa a la tecnología que le sirve de vehículo y que casi deja sin efectos al arduo trabajo de desmentidos y verificaciones. Son estos ritmos los que las leyes tampoco pueden prever ni detener. Ideal sería alcanzar el consenso para la adopción de normas claras y modelos de gestión de Internet.

Desinformación en línea, ¿y entonces?

La reflexión que proponemos se cruza desde diferentes puntos, por una parte hablamos de plataformas de redes sociales que al inicio sólo actuaban como mediadores de las conexiones entre unos y otros. En ese sentido, se trata de espacios privados que permiten el acceso a particulares para que interactúen con otros; el acceso y permanencia depende del cumplimiento de las normas de esas plataformas.

Entonces allí se plantea el dilema interesante del ejercicio de la libertad de expresión en sitios privados. Porque, en principio, usted acepta ingresar y pertenecer al club social siempre que cumpla las normas, sus derechos están limitados a los permisos que el club dispense.

Sin embargo, pese a esa visión que favorece al corporativismo hay que plantear algunas particularidades: i) Son espacios privados pero cumplen funciones públicas, en ellas se da parte del debate público global, local e hiperlocal. ii) Además, no hay que obviar la tendencia monopolista y hegemónica de pequeños grupos que conforman y controlan esos canales de comunicación, y esa realidad impide que las audiencias, que los ciudadanos todos puedan moverse libremente a buscar otros canales digitales para comunicarse; iii) Vale añadir que su carácter privado no impide el cumplimiento de varias normas, sobre todo de aquellas que tienen que ver con el ejercicio de libertades públicas y el respeto de los derechos humanos. Lo contrario sería admitir que la categoría jurídica que las tutela les otorgue facultades para incumplir esos principios.

Ahí vamos con el socorrido ejemplo de clubes o restaurantes que se nieguen a recibir y a atender a clientes gordos, negros, homosexuales, etc. Las reglas comunitarias no pueden ir en contra de los derechos humanos. Los relatores de libertad de expresión han admitido que el control privado en Internet es uno de los tres principales desafíos para la próxima década.

En todo caso, la desinformación en línea convoca a analizar el asunto desde varias aristas y algunas son espinosas. Sin embargo, partimos de la idea de que el control de los contenidos en línea no debe ser sometido a una sola autoridad, sea ella pública o privada.

La circulación de mensajes de odio, de intolerancia ideológica, la pornografía, la pedofilia son todas categorías que merecen un tratamiento comprometido sin perder la perspectiva de que la libertad de expresión protege la información de toda índole.

De allí que se haga primar el ejercicio libre de la expresión, y cuando sea necesario controlar, moderar o retirar contenidos se atienda a los estándares internacionales para limitarlo, que se resumen en el examen tripartito, esto es: i) legalidad: la limitación debe figurar en una ley previa, dictada por un parlamento legítimamente electo. No puede ser una decisión espasmódica y autoritaria tomada, por ejemplo, por el presidente de un país; ii) legitimidad: sujeto a fines legítimos que se resumen en la primacía de los derechos de los demás, la seguridad y moral pública, etc.; iii) necesidad y  proporcionalidad: la medida que limita debe ser ineludible, pero también ha de ser acorde con el fin que persigue.

En ocasiones, se precisa tomar medidas muy específicas pero que salvaguarden la expresión, por ejemplo, en otros espacios. Las plataformas digitales no están exceptas del cumplimiento de ese test.

Otro asunto ineludible tiene que ver con lo redituable que ha resultado la desinformación para muchos actores del ecosistema digital, para los cuales lo importante es el tránsito por sus sitios y los clickbait que generan. Para ellos los bulos, la propaganda, las teorías de conspiración y otras formas de desinformación significan ganancias, por tanto, su interés va por un camino distinto.

Por otra parte, la desinformación ha tratado de ser atajada en su difusión y atendida en su consumo pero se ha descuidado una fase más compleja: su proceso de producción.

En este punto, se impone la revisión de la caja negra que supone el comportamiento algorítmico, y la necesaria aplicación de los principios de transparencia, rendición de cuentas, debido proceso, necesidad, proporcionalidad, no discriminación y derecho a la defensa.  Al fin y al cabo estamos hablando de relaciones de poder, y hasta ahora la relación asimétrica parece favorecer al discurso supuestamente neutro de las plataformas.

Seguramente por ello se concentran esfuerzos por fortalecer las redes ciudadanas a través de la alfabetización mediática e informacional, promover el periodismo colaborativo, la actividad verificadora de contenidos, las medidas de co-regulación y la necesaria auto-regulación que han ensayado algunas empresas mediáticas.   

Hay un ulular al que debemos atender con especial dedicación: la discusión y el trabajo que se anhela ver es unir esfuerzos para que hayan reglas claras y estándares que garanticen la buena pervivencia de Internet.

Ese capital arrojará frutos en el ámbito de las medidas contra la desinformación. Es un trabajo dinámico y cíclico: se mueve también en función de la rapidez que el uso de la tecnología permite. Pero también supone superar la discusión centrada en la categoría de las redes sociales, ni garantes absolutas de la libertad de expresión para que todos opinen y promuevan lo que cada quien crea conveniente ni espacios privados que no admiten el escrutinio de sus normas de adhesión y, por tanto, pueden editar y censurar sin control. Es un binarismo que conviene superar en aras de la adopción de modelos consensuados.

Diversas organizaciones ya han planteado el asunto con propuestas concretas, que invitan a la adopción de un modelo de co-regulación, en el que coinciden las estructuras de autorregulación y de regulación pública para formular soluciones legales, contractuales y técnicas que garanticen la libertad de expresión en línea, en equilibrio con otros derechos también fundamentales.

Ambos instrumentos (de regulación y co-regulación) deben ser el producto de convergencia multisectorial que tenga en cuenta los contextos locales y regionales, eso amerita un necesario y sano proceso de deliberación entre todos.

Finalmente, no podemos dejar fuera de estas reflexiones a los modelos autoritarios que con la excusa de proteger contra la desinformación han desarrollado mecanismos de sospecha contra el ejercicio de las libertades democráticas.

La mejor protección que la democracia puede dar es el empoderamiento de sus ciudadanos, es más y mejor información y pluralidad de medios, ciudadanos alfabetizados digitalmente. Ese mismo sentido democrático implica que el sistema de pesos y contrapesos también se vale en línea, que ningún gobierno, empresa o instancia civil puede ni debe controlar toda la información que circula en la web.

Referencias

ACOSTA, Y. Las multitudes virtuales: sujetos de las FN. Observatorio Venezolano de Fake News, octubre de 2020. Documento disponible en línea en https://fakenews.cotejo.info/en-profundidad/las-multitudes-virtuales-sujetos-de-las-fn/ Consulta realizada el 29 de octubre de 2020.

HERNÁNDEZ, L. Pasquali, el último libro, la última entrevista, el último banquete. AB Ediciones. Caracas. Página 56.

Libertad de expresión e información vs fakenews, propaganda y desinformación. Documento disponible en: https://xnet-x.net/eje/libertad-expresion-informacion/    Consultado el 18 de noviembre de 2020

MAGALLÓN, Raúl. La (no) regulación de la desinformación en la Unión Europea. Una perspectiva comparada. UNED. Revista de Derecho Político N.º 106, septiembre-diciembre 2019, págs 319-347. Documento en línea, disponible en: file:///C:/Users/spbot/Downloads/26159-57447-1-PB.pdf

ONU Declaración Conjunta (2019): Desafíos para la libertad de expresión en la próxima década del Relator Especial de las Naciones Unidas (ONU) para la Libertad de Opinión y de Expresión, el Representante de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) para la Libertad de los Medios de Comunicación, el Relator Especial de la Organización de Estados Americanos (OEA) para la Libertad de Expresión y la Relatora Especial sobre Libertad de Expresión y Acceso a la Información de la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos (CADHP).

UNESCO: Gobernanza de Internet. Documento consultado el 7 de diciembre de 2020, disponible en: https://es.unesco.org/themes/gobernanza-internet#:~:text=La%20gobernanza%20de%20internet%20es,el%20uso%20de%20la%20Red.

Varias organizaciones (Julio de 2020) Documento: Estándares para una regulación democrática de las grandes plataformas que garantice la libertad de expresión en línea y una Internet libre y abierta. Una perspectiva latinoamericana para lograr procesos de moderación privada de contenidos compatibles con los estándares internacionales de derechos humanos. Consultado el 2 de agosto 2020. Disponible en: https://www.observacom.org/wp-content-uploads-2020-09-estandares-regulacion-grandes-plataformas-internet-pdf/

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