Con la fábrica de la desinformación echando humo, reflota el debate sobre el (cuestionado) poder de los medios de comunicación y las plataformas digitales para sanear la polución de los contenidos intencionalmente falseados. En las próximas líneas revisaremos cuáles actores están decidiendo cuáles contenidos, verificables y falseados, se pueden presentar a las audiencias, así como algunas repercusiones que esto puede generar sobre la libre expresión.
La respuesta viene determinada, en principio, por el quiebre histórico de un modelo de comunicación de masas vertical y unidireccional, materializado en los medios de comunicación ahora tradicionales como la prensa, la radio y la televisión, a otro modelo de autocomunicación de masas, definido así por Castells (2009) en atención a que el otrora receptor pasivo ahora genera sus propios mensajes con el potencial de llegar a los grupos de personas que desee, todo a través de las plataformas digitales.
Pudiera creerse, desde una visión mcluhaniana, en el mundo electrónicamente configurado que tenemos, pero del cual al mismo tiempo carecemos, si se considera la brecha digital que también define nuestra realidad. Nos caracteriza, entonces, un ecosistema mediático híbrido.
El término “medios renovados” (Hoskins y O’Loughlin, 2007) mantiene que los viejos medios, dado el tamaño grande de sus audiencias y su centralidad en la vida política de las naciones, son todavía importantes y merecen el nombre “mainstream”, o dominantes, pero sin desatender dos realidades: la primera, que la naturaleza de los medios tradicionales está cambiando en términos de sus canales de entrega o difusión, su programación, sus prácticas laborales y hasta sus audiencias; y la segunda, que los nuevos medios, a partir de internet, están logrando una popularidad y unas audiencias crecientes y que están llegando a ser una parte de ese nuevo “mainstream” que configura el espacio público digital.
Así pues, antes de esa ruptura histórica de modelo comunicacional, quienes claramente decidían cuáles contenidos se podían presentar a las audiencias eran los medios de comunicación, en tanto instituciones sociales encargadas de aproximarse de manera profesional a los hechos y las opiniones, ordenarlos, en el mejor de los casos en función del interés público, y tematizar la conversación de la opinión pública. Una función de tematización que, desde luego, incluyó también la emisión deliberada de contenidos falseados, problemáticos y desorientadores más o menos en la misma medida del radio de influencia de cada medio emisor.
Ahora, con la amplificación de mensajes en circulación que supone internet, han entrado los medios nativos digitales a participar también de esa tematización. A ellos se agrega un tercer actor: las empresas dueñas de plataformas y redes sociales, en un rol ascendente de decisoras de cuáles contenidos servir a sus usuarios. La restricción de cuentas y el marcaje de advertencias son dos muestras patentes.
Un ejemplo icónico de lo anterior lo encarnó el presidente de la nación más poderosa del mundo. Primero fue Twitter: en mayo, Donald Trump trinó que no había forma de que las papeletas por correo no fueran fraudulentas, y la red social le estampó una exclamación y una etiqueta que invitaban a los usuarios a “obtener los hechos” acerca del voto por correo, las cuales remitían a medios que calificaban de “infundadas” esas afirmaciones. Hablamos de una política de verificación de afirmaciones de Twitter. Después fueron las grandes cadenas de televisión de Estados Unidos: varias decidieron en noviembre interrumpir la transmisión en directo de la comparecencia de Trump mientras denunciaba, sin aportar pruebas, que se estaba produciendo un “robo” en las elecciones 2020 que, a la postre, perdió. “Tenemos que interrumpir a Trump porque el presidente ha hecho una serie de afirmaciones falsas”, argumentaba uno de los presentadores.
¿Desde hace cuánto tiempo un vocero cualquiera, en cualquier país del mundo, ha mentido frente a cámaras de televisión en directo? Quizás desde que la prensa es prensa. Partiendo de esto, la tendencia emergente de que sean las plataformas y los medios quienes estén haciendo reembalaje de cuáles cosas (falsas) puede o no presentar a la sociedad, puede encontrar dos lecturas: primero, puede suponer un peligroso retroceso en materia de libertades informativas, en el sentido de que el emisor ahora quiera “re-tematizar” en función de un remarcaje selectivo explícito basado en unos intereses implícitos; y segundo, puede suponer una subestimación de la audiencia, intentando regresarla a los caducos tiempos en los cuales se creyó que los mensajes entraban cual aguja hipodérmica a masas desprovistas de criterio propio.
Frente a posibles repercusiones, negativas ambas, y donde los estudios de la comunicación bien tienen por delante un desafío de medición científica, pareciera que la clave, otra vez, gravita en torno a la alfabetización mediática e informacional de la audiencia. La Unesco (2018) afirma que esta crisis de la desinformación requiere aptitudes avanzadas de combate. Y, ciertamente, ciudadanos más aptos y mejor entrenados podrán convertirse en “coladores orgánicos” que procuren filtrar el zumo informativo de entre los desechos de la mentira.
Expandir esta instrucción no va siendo tarea del poder político, ni de las grandes compañías. Como estas transformaciones empujan hacia “poderes compartidos”, muchos gobiernos no consienten que un gran número de sus ciudadanos, “armados” con teléfonos celulares, participen en mini-rebeliones que desafían el statu quo (Schmidt y Cohen, 2010). Y los gigantes de este mercado, como se ha visto, se vuelven políticamente activos en función de su supervivencia y crecimiento mismos.
Hacer virales las buenas prácticas de alfabetización mediática e informacional está siendo un deber, sobre todo, de la sociedad organizada. Así, el careo podrá ser más nivelado: los decisores de siempre frente a los alfabetizados de ahora. Los que necesitamos ahora.
Referencia
-Castells, M. (2009). “Comunicación y Poder”. Alianza Editorial. Madrid.
-Hoskins, A. y O’Loughlin, B. (2007). “Television and Terror. Conflicting Times and the Crisis of News Discourse”. London: Palgrave Macmillan.
-Schmidt, E. y Cohen, F. (2010). “The digital disruption”. Foreign Affairs, 89 (6). [Artículo en línea]. Disponible en: https://www.foreignaffairs.com/articles/2010-10-16/digital-disruption
-Unesco (2018). “Journalism, fake news & disinformation: handbook for journalism education and training”. [Documento en línea]. Disponible en: https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000265552