“Yo leí en WhatsApp que aquí iban a empezar a poner la vacuna”, comentó un señor el 17 de abril de 2021 cerca del ambulatorio municipal de Los Palos Grandes en Chacao, estado Miranda. Lo que se desarrolló en aquella zona esa mañana fue una protesta de médicos y enfermeras para exigir al gobierno el ingreso a Venezuela de vacunas contra la COVID-19.
Apenas dos días antes, el 15 de abril, hubo por lo menos otras 15 protestas en el país, por diversos motivos. En la jornada anterior, cinco más. Y una semana atrás, otras seis manifestaciones, según registros independientes de la ONG Observatorio Venezolano de Conflictividad Social (OVCS). ¿Cuál es la lectura? Que la protesta nacional, ciertamente, está coexistiendo con la cuarentena extendida por la pandemia.
Coexiste, pero caracterizada por un contexto de precariedad informativa, desinformación y desarticulación. Un marco que, como ha alertado la ONU, encuentra mundialmente expresión en la “peligrosa ola de desinformación”, dicen, por parte de ciudadanos que ni siquiera creen en la existencia misma de la pandemia y no cumplen las medidas recomendadas de salud; una creencia derivada de la falta de confianza en las instituciones y los gobiernos.
No son las protestas venezolanas un fenómeno que haya reaparecido en las últimas semanas. El mismo OVCS documentó que 81 % de las protestas del año 2020 ocurrieron durante la vigencia del decreto de estado de alarma por COVID-19, lo que se traduce en unas 7.789 acciones de calle entre marzo y diciembre pasados.
Los motivos de esos cierres de vías, concentraciones y pancartazos (el top tres de las modalidades más frecuentes) son un paisaje multicolor de la emergencia humanitaria: mejora de servicios básicos, reivindicaciones laborales, acceso a la salud y la alimentación, rechazo a la crisis de gasolina y, más recientemente, éstas, como la de mediados de abril, del sector salud por exigencia de un plan nacional de vacunación.
Cubrir, informar, documentar, comunicar la protesta continúa siendo tarea fundamental en la cruzada contra la desinformación. El papel de periodistas y otras personas que participen en la presentación de información “reviste especial importancia para el pleno disfrute del derecho de reunión pacífica”, sostiene la Observación General núm. 37 (2020) del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, relativa al derecho de reunión pacífica.
Pero, como le ocurrió al señor de Chacao, le ha podido pasar a otros venezolanos. En un país donde en 90 de sus 335 municipios no se produce suficiente información local mientras que otras 122 jurisdicciones son consideradas desiertos moderados de noticias (IPYS, 2020), bien puede suceder que dos comunidades de un mismo estado manifiesten un mismo día por falta de agua (servicios básicos es, justamente, la exigencia más frecuente en protestas), sin que los unos tengan conocimiento de la acción de los otros. Y acciones desarticuladas o desinformadas son terreno fértil para la propagación de contenidos engañosos.
El fenómeno de la infodemia -replicación descontrolada de noticias falsas- se expande en Venezuela: 68 % es su Índice Dinámico de Riesgo Infodémico, que significa la probabilidad de que un usuario del país respalde o interactúe con mensajes en línea que apunten a fuentes potencialmente engañosas. Así lo determina el COVID-19 Infodemics Observatory, una plataforma desarrollada por CoMuNe Lab en la Fondazione Bruno Kessler, en colaboración con la Organización Mundial de la Salud.
Este observatorio sitúa a Venezuela como el país de Sudamérica con el más alto Índice Dinámico de Riesgo Infodémico, y al mismo tiempo el tercero de la subregión con más alto Índice de Riesgo Infodémico; esto es, una probabilidad, en nuestro caso de 60 %, de que un usuario nacional reciba mensajes que apunten a fuentes potencialmente engañosas.
El ámbito digital también se ha convertido en una importante escena de reclamo público, no solo en Venezuela a pesar de su deficiente conectividad, sino en el planeta entero. La protesta virtual, con formatos alternativos que no violen las medidas de bioseguridad, está siendo a menudo complementaria de las protestas en el mundo real en este tiempo de pandemia, expresa un informe de la alianza global de organizaciones de la sociedad civil Civicus (2020).
Ante este escenario nacional y global de confinamiento, internet está siendo tanto canal repotenciado de convocatoria y despliegue de la protesta virtual como amplificador -igualmente repotenciado- de contenidos falseados.
Un ejemplo en Venezuela: un video de julio de 2017, en el cual se observa a agentes de la fuerza pública en el estado Anzoátegui realizando detenciones y rompiendo vidrios de vehículos, fue viralizado haciéndolo creer como “actual” justo después de las detenciones y protestas por mejoras en los servicios públicos ocurridas en el estado Yaracuy a finales de septiembre de 2020 (vía AFP Factual).
Este mismo archivo de las olas nacionales de protestas sociales de los años 2014 y 2017 ha sido recientemente reaprovechado para desinformar y recrear fake news sobre la agitada crisis política del Perú, como ocurrió en noviembre de 2020 con una foto de un manifestante.
Entonces, ¿está todo perdido?, ¿o se puede echar mano de la creatividad para la expresión pacífica y constitucional del disenso? Sobre Venezuela, el mismo informe de Civicus ejemplifica respuestas voluntarias de gente en medio de la crisis nacional. Gente que ayudó a fabricar mascarillas para trabajadores de la salud, a recolectar medicamentos para hospitales o a entregar alimentos a adultos mayores de Caracas, por intermedio de la “creciente presencia en las redes sociales”, dicen.
De aquí, una moraleja: si la protesta nacional pervive, con una población desinformada y en un ejercicio desarticulado, ¿no pueden servir las tecnologías de información y comunicación como canales de apropiación para acciones solidarias en pandemia? Sobre esto, al parecer, no le llegan mensajes de WhatsApp al señor.