Es importante entender que hoy en día los políticos son considerados por el sistema como una marca; esto significa que quienes participan en la esfera pública deben tener en consideración dos aspectos fundamentales: el primero de ellos tiene que ver con la reputación y el otro con la identidad digital.
A ningún político le conviene tener una mala reputación al momento de participar en unas elecciones, y mucho menos cuando las gana. En pleno año 2021, tanto los políticos como cualquier persona que quiera cumplir objetivos, más allá de sus actividades cotidianas, necesitan construir una marca personal a través de una sólida y coherente identidad digital.
Todos tenemos una reputación, desde la persona que tiene el trabajo más sencillo hasta los que gobiernan el mundo. Suele decirse que la reputación es aquello que dicen de nosotros cuando damos la espalda. No podemos controlar la reputación, pero si la identidad digital; y esta tiene que ver con las estrategias que se diseñan para alcanzar determinados objetivos.
Asumiendo que el político o gobernante tenga una buena reputación y una marca personal bien gestionada, debemos entender que hoy en día el poder de influencia en los votantes depende cada vez menos de los grandes medios de comunicación y mucho más de las grandes empresas de internet y redes sociales.
Este es un aspecto que ha sido demostrado en casos como las elecciones de Donald Trump; los testimonios de Cambridge Analytica han develado cómo Donald Trump -así como otros presidentes y poderosos- los han contratado para utilizar y manipular la vasta cantidad de datos que circulan en internet durante el periodo de campaña e, incluso, después que se asumen los cargos.
Empresas como Facebook, Google, Twitter -los señores del aire, como lo afirma Javier Echeverría en su libro– hoy en día concentran la mayor capacidad de poder e influencia en los votantes. Un factor fundamental de ese poder es el algoritmo que utilizan y cómo logran que un contenido se pueda viralizar.
Todos los usuarios alimentamos al monstruo del Big Data con nuestra información personal. El producto hoy en día ya no es un servicio o bien, somos nosotros mismos. A través del estudio de la mente humana, logran que sea más fácil de viralizar nuestros instintos y emociones más oscuras (como el odio), que un argumento razonable sobre temas relevantes.
El problema es que cada persona, desde su dispositivo, solamente puede ver aquello que esté alineado con sus intereses; el algoritmo interpreta toda esa información y la usa para mostrarnos contenidos que sean susceptibles de ser monetizados (al fin y al cabo ese es el negocio de las redes sociales).
Es en este contexto que surge la era de la posverdad, en la que predominan noticias falsas y contenidos superfluos; vivimos tiempos en los que podríamos preguntarnos ¿es que acaso todos estamos viendo hechos, noticias y mensajes diferentes? La respuesta es que sí. Estos tiempos no se parecen en nada a la época del esplendor de los medios masivos, en la que al menos sabíamos que todos estábamos viendo el mismo canal, escuchando y/o viendo al mismo experto en economía o salud.
En el contexto actual, si una persona es racista, sólo va a ver contenidos alineados con el racismo; terminamos tragándonos nuestro propio veneno y reciclando nuestra infinitamente parcializada visión del mundo, lo cual aleja cada vez más la posibilidad del consenso y esto se convierte en una herida mortal para cualquier tipo de democracia.
Otro aspecto polémico es la doctrina de lo políticamente correcto, que se ha impuesto con la supuesta intención de visibilizar a las minorías en función de diferentes características como la diversidad sexual y de género, el ascenso de la mujer al poder, el acoso laboral y sexual, entre otros tantos tópicos.
Sin embargo, mientras se va imponiendo la doctrina de lo políticamente correcto, observamos la proliferación de brotes de violencia en todo el mundo. Es como si el no poder decir lo que pensamos de la manera como nos parezca, termina convirtiéndose en un detonador de mayor violencia.
Un tema también fundamental en la relación entre políticos y ciudadanos es el de la transparencia. Se supone que todo político o gobernante debe ser transparente, y no hay mejor forma de demostrar si la gestión de un alcalde, gobernador o presidente es transparente, sino a través de lo que se conoce como el gobierno electrónico (o gobierno digital o gobierno abierto).
El despliegue del gobierno electrónico implica una fuerte presencia online en la que observaríamos altos niveles de interactividad, transacción y transparencia. Vamos a observar que en la medida en que los gobernantes presenten de manera abierta el acceso a los datos, los periodistas o ciudadanos podrán inspeccionar su gestión. El resultado de no ser transparente puede ser nefasto, ya que no habría manera de demostrar cómo se están invirtiendo los fondos públicos, lo cual sabemos conduce al ya muy transitado camino de la corrupción.
Las redes sociales han generado el caldo de cultivo perfecto para la destrucción de la democracia y uno de los síntomas lo observamos en las campañas políticas. Los políticos ahora buscan fans y no ciudadanos conscientes de sus derechos (salvo raras excepciones).
La democracia no se puede construir sino a través de los ciudadanos; la ciudadanía no es una categoría que podamos entender todos de la misma manera y de forma simplista; no la podemos minimizar al hecho de vivir en un territorio. La ciudadanía implica el ejercicio y la garantía de los derechos humanos de primera, segunda y tercera generación.
Prueba del caos que han producido las redes sociales son las recientes elecciones presidenciales en Perú y Estados Unidos, en las que observamos una extrema polarización caracterizada por conversaciones enfocadas en argumentos diametralmente opuestos que poco contribuyen a debates que permitan visibilizar todas las voces del amplio espectro de la opinión pública.