“La confianza no es una preocupación abstracta, sino que forma parte de los cimientos sociales del periodismo como profesión, de las noticias como institución y de los medios como negocio”. Reuter Institute, 2020
Con la crisis sanitaria de proporciones globales que trajo en 2020 la pandemia del COVID-19 resultó igualmente expansiva la difusión de información de toda índole que llevó al Sistema de Naciones Unidas a advertir también sobre los peligros de la infodemia. El tema no es nuevo ni guarda solo relación con el contexto de la pandemia y su impacto mundial. Estos nuevos virus de la infoxicación informativa, como la han llamado algunos, han crecido y amenazan con desbordar el ritmo de la propia expansión de la sociedad informacional con toda suerte de opiniones e informaciones inexactas, falseadas, que no paran de desmentirse y desmontarse.
Es en este vértigo informativo donde toman un papel destacado las estrategias de desinformación que circulan en el ecosistema mediático, en las redes sociales y penetran los procesos comunicativos interpersonales vía mensajería (WhatsApp, Telegram, entre otros), los espacios donde la gente también consume y comparte información noticiosa. Estos últimos son prácticamente insustituibles en el día a día de millones de personas alrededor del mundo, si tenemos presente que de acuerdo con el Informe Digital 2021 de We are social-Hootsuite, alcanzan cerca del 90% de usuarios de internet entre los 16 y 64 años de edad. En el caso de nuestro país Venezuela, a este cóctel cabe añadir la opacidad informativa, el entronizamiento de discursos de poder pretendidamente hegemónicos, la propaganda política y comercial.
¿Qué hacer desde el periodismo? Ante ese espacio que en este momento se percibe como caótico y ruidoso debemos reconstruir una oferta informativa con mensajes verificados, bien contextualizados y relevantes para la toma de decisiones del ciudadano. Para contener el alud de desinformación hay que volver a los pilares de nuestra práctica profesional.
La posverdad y sus amenazas
Virales y expansivos, con una capacidad casi infinita para reproducirse y multiplicarse por las redes y los medios de comunicación, apoyados también por los mecanismos de la Inteligencia Artificial, los bulos y las falsas noticias están montados sobre uno de nuestros más débiles sistemas de protección ante la realidad: la furiosa necesidad de confirmar nuestras creencias y visiones del mundo. No en vano términos como “fake news”, “posverdad”, “tóxico” han figurado como las palabras del año entre 2016 y 2018 en el Diccionario Oxford de lengua inglesa, que define la posverdad como la “actitud de resistencia emocional ante hechos y pruebas objetivas”.
Con la desinformación, el problema de la posverdad apunta al corazón mismo del ejercicio periodístico, basado en el apego al relato fidedigno de los hechos, a su explicación a partir de datos contrastados y verificados. Esta es “una de las peores amenazas al periodismo profesional de estos tiempos”, como advirtieron Javier Darío Restrepo y Luis Manuel Botello (2018). La duda razonable y fundamentada va a la sordina en el bullicioso mercado de las medias verdades y los discursos engañosos.
Medios y periodistas ¿emisores confiables de información?
Lejos de lo que pudiera esperarse en cuanto a un rol protagónico de medios y periodistas, estos han dejado de ser los emisores privilegiados y validadores de la información pública. Su credibilidad es un valor a la baja producto de su pérdida de centralidad y poder de influencia, en medio de la vorágine de informaciones no confirmadas, inexactas y en tiempos cuando otras prácticas comunicativas e informativas hacen ver como innecesaria la mediación de los medios y los periodistas.
Asistimos a un tiempo en el que se disuelven los límites de los pactos o contratos pragmáticos entre informadores y sus públicos (Rodrigo Alsina, 1995). El discurso periodístico, marcado por la confianza, por la “fiducia”, entra en relación con los rasgos persuasivos de la propaganda y la publicidad, e incluso es arropado por los discursos y las narrativas del entretenimiento. En este contexto, el periodismo tiene por delante la tarea de seguir fiel a los principios que lo han hecho duradero y socialmente necesario en el tiempo.
El periodista debe apelar a su independencia y autonomía como profesional de la verificación. Le toca el papel de custodio de la llave para conducir en medio de esta borrachera de noticias falsas, manipulación y demás desórdenes informativos que pululan en las redes y en algunos medios. El apego a los principios de verificación, el contraste de fuentes y datos le siguen dando norte ético, sentido y utilidad social a la información periodística.
También juegan un papel clave la transparencia informativa, mostrar y compartir los procesos de investigación y sus hallazgos, así como la necesaria contextualización de los hechos, pues su ausencia puede causar tanto o más daño que una información malintencionada. Recordemos que, como observa Alex Grijelmo (FNPI, 2018): “Hoy en día no se miente tanto en los datos como en su contextualización”.
Las buenas prácticas periodísticas, el ejercicio cotidiano de contrastación y verificación de los mensajes, esa simple pero fundamental labor de obrero de la información, construye el muro contra los desórdenes informativos. Es además una oportunidad para recentrar a los propios medios de comunicación y una manera de cumplir con la tarea de darle oxígeno al debate público cada vez más contaminado por los discursos interesados.